Precaución: los 19 años o los atisbos de libertad hacen que la autora, muchas veces, exacerbe los procesos internos (y su singularidad)
Con la manía de encontrar explicaciones zumbándome en los oídos, puedo adivinar, a tientas, que esta niebla se ha cernido sobre mí (y dentro de mí) hace más de un año.
Ya anticipaba esta sequía (o podría llamarse lluvia permanente) con mi relación con las últimas frases en novelas y cuentos.
La vista, ansiosa, me jugaba siempre malas pasadas y se deslizaba hasta la última hilacha tipografiada: mis pupilas se saltaban de dos en dos, traviesas (hasta la desesperación), las líneas finales, y terminaban en el punto para recorrer nuevamente el mismo trecho.
Luego vinieron, como una visita incómoda, las palabras subrayadas. Por este trastorno de no tolerar lo previamente leído o escuchado (o leído y escuchado y leído y escuchado), los diálogos fluidos, precisos y con guiones; por rehuir a los modismos, estos trazos terribles se extendían de las líneas de mis manos (hay un cuento de Cortázar) y censuraban toda construcción familiar.
Supongo que por reprimir lo propio quise restringir lo de los demás, al leer.
Pasa que ya va un año o algo más que los párrafos me vencen, los ojos se llenan de esa niebla (esto podría ir subrayado), sube a ese salón donde las letras se vuelven comentarios posteriores o conversaciones nutridas o me lleno de lluvia o de ruido blanco y repito las palabras en los labios por si hay alguna conexión pero sigue lloviendo allá arriba.
La última explicación podría ser mi problema con los prólogos, prefiero no hablar de ellos.
O tal vez el cuento del pez en el agua o el pez chico o el pez grande.